viernes, 14 de noviembre de 2014

Siete excelencias de la Sotana




Seguidamente exponemos siete excelencias de la sotana condensadas de un escrito del ilustre PADRE JAIME TOVAR PATRÓN.

1º - El recuerdo constante del sacerdote
Ciertamente que, una vez recibido el orden sacerdotal, no se olvida fácilmente. Pero nunca viene mal un recordatorio: algo visible, un símbolo constante, un despertador sin ruido, una señal o bandera. El que va de paisano es uno de tantos, el que va con sotana, no. Es un sacerdote y él es el primer persuadido. No puede permanecer neutral, el traje lo delata. O se hace un mártir o un traidor, si llega el caso. Lo que no puede es quedar en el anonimato, como un cualquiera. Y luego... ¡Tanto hablar de compromiso! No hay compromiso cuando exteriormente nada dice lo que se es. Cuando se desprecia el uniforme, se desprecia la categoría o clase que éste representa.

2º - Presencia de lo sobrenatural en el mundo
No cabe duda que los símbolos nos rodean por todas partes: señales,
banderas, insignias, uniformes... Uno de los que más influjo produce es el uniforme. Un policía, un guardián, no hace falta que actúe, detenga, ponga multas, etc. Su simple presencia influye en los demás: conforta, da seguridad, irrita o pone nervioso, según sean las intenciones y conducta de los ciudadanos.
Una sotana siempre suscita algo en los que nos rodean. Despierta el sentido de lo sobrenatural. No hace falta predicar, ni siquiera abrir los labios. Al que está a bien con Dios le da ánimo, al que tiene enredada la conciencia le avisa, al que vive apartado de Dios le produce remordimiento.
Las relaciones del alma con Dios no son exclusivas del templo. Mucha, muchísima gente no pisa la Iglesia. Para estas personas, ¿qué mejor forma de llevarles el mensaje de Cristo que dejándoles ver a un sacerdote consagrado vistiendo su sotana? Los fieles han levantando lamentaciones sobre la desacralización y sus devastadores efectos. Los modernistas claman contra el supuesto triunfalismo, se quitan los hábitos, rechazan la corona pontificia, las tradiciones de siempre y después se quejan de seminarios vacíos; de falta de vocaciones. Apagan el fuego y luego se quejan de frío. No hay que dudarlo: la desotanización lleva a la desacralización.

3º - Es de gran utilidad para los fieles
El sacerdote lo es, no sólo cuando está en el templo administrando los sacramentos, sino las veinticuatro horas del día. El sacerdocio no es una profesión, con un horario marcado; es una vida, una entrega total y sin reservas a Dios. El pueblo de Dios tiene derecho a que lo asista el sacerdote. Esto se les facilita si pueden reconocer al sacerdote de entre las demás personas; si éste lleva un signo externo. El que desea trabajar como sacerdote de Cristo debe poder ser identificado como tal para el beneficio de los fieles y el mejor desempeño de su misión.

4º - Sirve para preservar de muchos peligros
¡A cuántas cosas se atreverán los clérigos y religiosos si no fuera por el hábito! Esta advertencia, que era sólo teórica cuando la escribía el ejemplar religioso P. Eduardo F. Regatillo, S. I., es hoy una terrible realidad.
Primero, fueron cosas de poco bulto: entrar en bares, sitios de recreo, alternar con seglares, pero poco a poco se ha ido cada vez a más.
Los modernistas quieren hacernos creer que la sotana es un obstáculo para que el mensaje de Cristo entre en el mundo. Pero, al suprimirla, han desaparecido las credenciales y el mismo mensaje. De tal modo, que ya muchos piensan que al primero que hay que salvar es al mismo sacerdote que se despojó de la sotana supuestamente para salvar a otros.
Hay que reconocer que la sotana fortalece la vocación y disminuye las
ocasiones de pecar para el que la viste y los que lo rodean. De los miles (que abandonan el sacerdocio), prácticamente ninguno abandonó la sotana el día antes de irse: lo habían hecho ya mucho antes.

5º - Ayuda desinteresada a los demás
El pueblo cristiano ve en el sacerdote el hombre de Dios, que no busca su bien particular sino el de sus feligreses. La gente abre de par en par las puertas del corazón para escuchar al padre que es común del pobre y del poderoso. Las puertas de las oficinas y de los despachos por altos que sean se abren ante las sotanas y los hábitos religiosos. ¿Quién le niega a una monjita el pan que pide para sus pobres o sus ancianitos? Todo esto viene tradicionalmente unido a unos hábitos. Este prestigio de la sotana se ha ido acumulando a base de tiempo, de sacrificios, de abnegación. Y ahora, ¿se desprenden de ella como si se tratara de un estorbo?

    

6º - Impone la moderación en el vestir
La Iglesia preservó siempre a sus sacerdotes del vicio de aparentar más de lo que se es y de la ostentación dándoles un hábito sencillo en que no caben los lujos. La sotana es de una pieza (desde el cuello hasta los pies), de un color (negro) y de una forma (saco). Los armiños y ornamentos ricos se dejan para el templo, pues esas distinciones no adornan a la persona sino al ministro de Dios para que dé realce a las ceremonias sagradas de la Iglesia.
Pero, vistiendo de paisano, le acosa al sacerdote la vanidad como a cualquier mortal: las marcas, calidades de telas, de tejidos, colores, etc. Ya no está todo tapado y justificado por el humilde sayal. Al ponerse al nivel del mundo, éste lo zarandeará, a merced de sus gustos y caprichos. Habrá de ir con la moda y su voz ya no se dejará oír como la del que clamaba en el desierto cubierto por el palio del profeta tejido con pelos de camello.

7º - Ejemplo de obediencia al espíritu y legislación de la Iglesia
Como uno que comparte el Santo Sacerdocio de Cristo, el sacerdote debe ser ejemplo de la humildad, la obediencia y la abnegación del Salvador. La sotana le ayuda a practicar la pobreza, la humildad en el vestuario, la obediencia a la disciplina de la Iglesia y el desprecio a las cosas del mundo. Vistiendo la sotana, difícilmente se olvidará el sacerdote de su papel importante y su misión sagrada o confundirá su traje y su vida con la del mundo.

Tomado de "http://www.vocaciones.org.ar"

viernes, 1 de agosto de 2014

Jean Madiran y la “Historia de la Misa prohibida”


(de Roberto de Mattei, traducciòn de Tradición Digital) No es quizá una casualidad que Jean Madiran haya fallecido, el 31 de julio de 2013, con 93 años de edad, justo mientras en la Iglesia estallaba el “caso” de los Franciscanos de la Inmaculada. En efecto, los Frailes franciscanos del padre Stefano Manelli se encuentran hoy viviendo un drama que Madiran y otros pioneros de la resistencia católica contra el progresismo vivieron en los años setenta del siglo XX, tras la promulgación del Novus Ordo Missae de Pablo VI.
Jean Madiran, seudónimo de Jean Arfel, nació el 14 de junio de 1920 en Libourne, en el departamento de la Gironda y, desde su más temprana juventud, se hizo notar por sus talentos de escritor y periodista. Se acercó a Charles Maurras, pero una profunda conversión intelectual lo llevó a redescubrir el pensamiento de santo Tomás de Aquino, bajo el magisterio de maestros como Etienne Gilson y Charles Koninck. Con 36 años, en 1956, creó la revista “Itinéraires”, destinada a ser, durante casi cuarenta años, el punto de referencia del mundo de la Tradición en Francia y, en 1982, fundó el diario “Présent” en el que ha seguido publicando sus lúcidos artículos editoriales hasta pocas semanas antes de la muerte. Fue, junto con Augusto Del Noce, Alain Besançon y otros pocos, uno de los estudiosos más agudos de las raíces ideológicas del comunismo (especialmente con La vieillesse du monde, Dominique Martin Morin, 1966), pero sobre todo fue un observador implacable de los procesos de autodemolición de la Iglesia en obras como L’Héresie du XX siècle (Nouvelles Editions Latines, 1968) y La révolution copernicienne dans l’Eglise (Editions de Paris, 2004).
La herejía del siglo XX salió en Francia en 1968 y fue el primer libro que se tradujo al italiano, en 1972, publicado por la editorial de Giovanni Volpe. En esta obra, en la que dijo que había manifestado todas las razones de la batalla intelectual de su vida (“Présent”, 13-14 de mayo de 1988), Madiran denuncia el alejamiento de la doctrina social de la Iglesia por parte del episcopado francés, viendo en esto una de las principales causas de la crisis de su tiempo. En 2011 se tradujeron al italiano otras dos obras suyas muy significativas: L’accordo di Metz tra Cremlino e Vaticano [El acuerdo de Metz entre el Kremlin y el Vaticano] (Editore Pagine) y La destra e la sinistra [La derecha y la izquierda] (Fede e Cultura). Justo en ese año Jean Madiran estuvo en Italia, invitado por la Fundación Lepanto, sorprendiendo a los que le encontraron por su vigor intelectual y por el conocimiento que tenía de las obras críticas sobre el Concilio Vaticano II recientemente publicadas en Italia.
Pero en estos días, Madiran merece ser recordado también por su indómita defensa de la Misa tradicional, de la que trazó la historia en su libro Histoire de la Messe interdite [Historia de la Misa prohibida] (2 voll., Via Romana, 2007 y 2009). Tras la Constitución Apostólica Missale Romanum con la que Pablo VI, el 3 de abril de 1969, introdujo la nueva Misa, el 12 de noviembre de ese mismo año apareció en Francia un decreto, firmado por el cardenal Marty,presidente de la Conferencia Episcopal, con el cual se establecía el uso obligatorio del nuevo Ordo Missae, en francés, a partir del 1 de enero de 1970. Esto conllevaba que la Misa tradicional, vigente desde hace siglos, estaría prohibida desde el 31 de diciembre de 1969. Empezó entonces una batalla que aún no ha concluido.
Recuerda Madiran que desde los años cincuenta del siglo XX, los obispos y los teólogos franceses se habían distanciado de la Iglesia de Roma, acusándola de ser prisionera de una escuela teológica y jurídica represiva. El Vaticano II brindó la ocasión para lanzar un ataque sistemático a la escuela teológica romana y también para contribuir al vuelco litúrgico de Pablo VI, sensible, desde su juventud, a las sugestiones de los ambientes progresistas franceses. Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II, en octubre de 1962, padre Yves Congar, futuro cardenal, lo definió entusiasta “la Revolución de octubre de la Iglesia” (refiriéndose a la Revolución de octubre leninista de 1917): una Revolución que no tuvo su punto culminante en los documentos del Concilio, sino en la Reforma litúrgica que los siguió.

Cuando, en abril de 1969, el nuevo Ordo Missae entró en vigencia, unos eminentes miembros de la jerarquía desarrollaron una persuasiva crítica. Los cardenales Ottaviani y Bacci presentaron a Pablo VI un Breve examen crítico del Novus Ordo Missae redactado por un selecto grupo de teólogos de varios países, en el cual se afirmaba que “el Novus Ordo Missae (…) representa, tanto en su conjunto con en los particulares, un impresionante alejamiento de la teología católica de la Santa Misa, tal y como fue formulada en la sesión XXII del Concilio Tridentino el cual, fijando definitivamente los ‘cánones’ del rito, erigió una barrera infranqueable contra cualquier herejía que intentara menoscabar la integridad del misterio”. La crítica del Novus Ordo fue sucesivamente desarrollada por muchos estudiosos laicos, entre ellos: el francés Louis Salleron, el inglés Michael Davies, el brasileño Arnaldo Xavier da Silveira. En Francia, Jean Madiran fue un convencido difusor del Breve examen crítico y recogió en su “Itinéraires” las voces de todos aquellos que, en conciencia, consideraban no poder aceptar la Nueva Misa. Un eminente canonista, el abad Raymond Dulac, volvió a publicar en abril de 1972, con un esmerado comentario suyo, la bula Quo primum (1570) de san Pío V, demostrando cómo la Constitución Missale Romanum de Pablo VI no había abrogado y no podía abrogar la bula tridentina, que garantizaba a la Misa restaurada por el Papa Ghislieri un perpetuo indulto-privilegio.
En enero de 1973 apareció en la revista “Itinéraires” una carta-llamamiento de Madiran dirigida a Pablo VI, del 21 de octubre de 1972, que iniciaba con estas palabras: “Beatísimo Padre, devuélvanos la Escritura, el catecismo y la Mesa, que, cada día más, nos sustrae una burocracia colegial, despótica e impía que, con razón o injustamente, pero sin ser nunca desmentida, pretende imponerse en nombre del Vaticano II y de Pablo VI. Devuélvanos la Misa católica tradicional, latina y gregoriana, según el Misal Romano de san Pío V. Usted permite que se diga que la habría prohibido. Pero ningún pontífice podría, sin abusar del poder, vedar un rito milenario de la Iglesia católica, canonizado por el Concilio de Trento. Si efectivamente se produjera tal abuso de poder, la obediencia a Dios y a la Iglesia sería resistir y no sufrirlo en silencio”. La carta fue sucesivamente co-firmada y comentada por ilustres personalidades como Alexis Curvers, Marcel De presidente de la Conferencia Episcopal, con el cual se establecía el uso obligatorio del nuevo Ordo Missae, en francés, a partir del 1 de enero de 1970. Esto conllevaba que la Misa tradicional, vigente desde hace siglos, estaría prohibida desde el 31 de diciembre de 1969. Empezó entonces una batalla que aún no ha concluido.
Recuerda Madiran que desde los años cincuenta del siglo XX, los obispos y los teólogos franceses se habían distanciado de la Iglesia de Roma, acusándola de ser prisionera de una escuela teológica y jurídica represiva. El Vaticano II brindó la ocasión para lanzar un ataque sistemático a la escuela teológica romana y también para contribuir al vuelco litúrgico de Pablo VI, sensible, desde su juventud, a las sugestiones de los ambientes progresistas franceses. Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II, en octubre de 1962, padre Yves Congar, futuro cardenal, lo definió entusiasta “la Revolución de octubre de la Iglesia” (refiriéndose a la Revolución de octubre leninista de 1917): una Revolución que no tuvo su punto culminante en los documentos del Concilio, sino en la Reforma litúrgica que los siguió.

Cuando, en abril de 1969, el nuevo Ordo Missae entró en vigencia, unos eminentes miembros de la jerarquía desarrollaron una persuasiva crítica. Los cardenales Ottaviani y Bacci presentaron a Pablo VI un Breve examen crítico del Novus Ordo Missae redactado por un selecto grupo de teólogos de varios países, en el cual se afirmaba que “el Novus Ordo Missae (…) representa, tanto en su conjunto con en los particulares, un impresionante alejamiento de la teología católica de la Santa Misa, tal y como fue formulada en la sesión XXII del Concilio Tridentino el cual, fijando definitivamente los ‘cánones’ del rito, erigió una barrera infranqueable contra cualquier herejía que intentara menoscabar la integridad del misterio”. La crítica del Novus Ordo fue sucesivamente desarrollada por muchos estudiosos laicos, entre ellos: el francés Louis Salleron, el inglés Michael Davies, el brasileño Arnaldo Xavier da Silveira. En Francia, Jean Madiran fue un convencido difusor del Breve examen crítico y recogió en su “Itinéraires” las voces de todos aquellos que, en conciencia, consideraban no poder aceptar la Nueva Misa. Un eminente canonista, el abad Raymond Dulac, volvió a publicar en abril de 1972, con un esmerado comentario suyo, la bula Quo primum (1570) de san Pío V, demostrando cómo la Constitución Missale Romanum de Pablo VI no había abrogado y no podía abrogar la bula tridentina, que garantizaba a la Misa restaurada por el Papa Ghislieri un perpetuo indulto-privilegio.
En enero de 1973 apareció en la revista “Itinéraires” una carta-llamamiento de Madiran dirigida a Pablo VI, del 21 de octubre de 1972, que iniciaba con estas palabras: “Beatísimo Padre, devuélvanos la Escritura, el catecismo y la Mesa, que, cada día más, nos sustrae una burocracia colegial, despótica e impía que, con razón o injustamente, pero sin ser nunca desmentida, pretende imponerse en nombre del Vaticano II y de Pablo VI. Devuélvanos la Misa católica tradicional, latina y gregoriana, según el Misal Romano de san Pío V. Usted permite que se diga que la habría prohibido. Pero ningún pontífice podría, sin abusar del poder, vedar un rito milenario de la Iglesia católica, canonizado por el Concilio de Trento. Si efectivamente se produjera tal abuso de poder, la obediencia a Dios y a la Iglesia sería resistir y no sufrirlo en silencio”. La carta fue sucesivamente co-firmada y comentada por ilustres personalidades como Alexis Curvers, Marcel De Corte, Henri Rambaud, Louis Salleron, Eric de Saventhem, Jacques Trémolet de Villers, en un volumen, de extrema actualidad, intitulado Réclamation au Saint-Père (Nouvelles Editions Latines, 1974).

Para Madiran el problema de la Misa estaba estrictamente vinculado al del catecismo y de la Sagrada Escritura. De hecho, la prohibición de la Misa había sido precedida por la interdicción general en las diócesis francesas de todos los catecismos pre-conciliares, especialmente del áureo catecismo de san Pío X. Durante 27 años, desde 1956 hasta 1992, año en el que fue promulgado por Juan Pablo II el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, la Iglesia francesa quedó sin catecismo y, por lo tanto, sin impartir ninguna educación religiosa a los niños. Estas prohibiciones venían acompañadas, y aún se acompañan, de un vandalismo exegético que tergiversa la Sagrada Escritura. Basta con decir que los comentaristas de la Biblia en versión francesa consideran que todas las palabras de Jesús recogidas en los Evangelios fueron inventadas después de su muerte. Además, desde 1965, la palabra “consustancial”, introducida en el lenguaje dogmático por el Concilio de Nicea (325), ha sido proscrita por los obispos franceses. Desde hace cincuenta años, cuando se recita el Credo, ya no se dice “de la misma sustancia”, sino “de la misma naturaleza”, aduciendo el absurdo pretexto de que el término “sustancia” habría cambiado de significado con el tiempo. Lo cual lleva a vaciar el dogma central del Cristianismo, expresado con el término “transustanciación”.
La protesta de Madiran y de los teólogos de “Itinéraires” acabó con el llamamiento dirigido a Pablo VI, el 6 de julio de 1971, y suscrito por cincuenta y siete exponentes del mundo cultural inglés, entre los que destaca la famosa escritora Agatha Christie (véanse el ensayo de Gianfranco Amato, L’indulto di Agata Christie, Come si è salvata la Messa tridentina in Inghilterra, Fede e Cultura, 2013). Todos ellos pedían a la Santa Sede “que considerara con la máxima gravedad cuál tremenda responsabilidad tendría que asumir ante la historia del espíritu humano si no accediera a dejar vivir en perpetuo a la Misa tradicional”. Entre los firmantes, había un centenar de eminentes personalidades de todo el mundo, entre los cuales, además de los escritores ingleses Agatha Christie, Robert Graves, Graham Green, Malcolm Mudderidge, Bernard Wall, destacaban Romano Amerio, Augusto Del Noce, Marcel Brion, Julien Green, Yehudi Menuhin, Henri de Montherlant, Jorge Luis Borges. El llamamiento de los fieles de todos los países que pedían el restablecimiento de la Misa tradicional, o al menos la “par condicio” para ella, empezaron a multiplicarse sobre todo gracias a la iniciativa de la asociación “Una Voce”. Se hicieron tres peregrinajes internacionales de los católicos hasta Roma para reconfirmar la fidelidad a la Misa y al catecismo de san Pío V.
Este amplio movimiento de resistencia se desarrolló entre 1969 y 1975, bastante antes de la explosión del así llamado “caso Lefebvre”, estallado el 29 de junio de 1976, cuando el arzobispo francés confirió el subdiaconado y el sacerdocio a 26 de sus seminaristas, incurriendo así en la “suspensión a divinis”. El año siguiente, durante una memorable conferencia dada en Roma, en Palacio Pallavicini, Mons. Lefebvre planteó unas preguntas que aún no han recibido respuesta: “¿Cómo puede ser que, continuando a hacer lo que yo mismo he hecho durante 50 años de mi vida, con las congratulaciones, con los alicientes de los Papas, y en particular del Papa Pío XII que me honraba con su amistad, que yo me encuentre hoy a ser considerado un enemigo de la Iglesia? (…) No creo que una cosa parecida sea posible ni concebible. Por lo tanto hay algo que ha cambiado en la Iglesia, algo que ha sido cambiado por los hombres de la Iglesia, en la historia de la Iglesia”. Mons. Lefebvre, presentado erróneamente como el “jefe” de los tradicionalistas, en realidad fue sólo la expresión más visible de un fenómeno que iba mucho más allá de su persona y que ahondaba sus raíces y su causa primera en los problemas levantados por el Concilio Vaticano II y su aplicación.
En los 14 años del pontificado de Pablo VI (1963-1978), el “partido montiniano” ocupó todas las posiciones de poder, desde la cumbre de la Curia romana hasta la presidencia de las conferencias episcopales. El proceso de autodemolición de la Iglesia se hizo dramático y Juan Pablo II heredó una situación ingobernable. Pero, a partir de su pontificado, la hostilidad contra la Misa tradicional empezó a disminuir de manera imperceptible. El Papa formó una comisión secreta compuesta por 8 cardenales, para estudiar la cuestión litúrgica. Éstos concluyeron que no existían razones, ni teológicas ni jurídicas, que permitieran prohibir el Rito tridentino. El 3 de octubre de 1984, la carta Quattuor abhinc annos, que la Congregación del Culto divino dirigió a los presidentes de las conferencias episcopales, decretó un indulto, para permitir la celebración de la Misa tridentina, que hasta ese momento se había considerado vedada. La inmensa mayoría de los obispos rehusó aplicar esta disposición y Juan Pablo II, en la carta Ecclesia Dei del 2 de julio de 1988, posterior a la ruptura entre Roma y la Fraternidad San Pío X, intimó respetar “el ánimo de todos aquellos que se sienten vinculados a la tradición litúrgica latina, mediante una amplia y generosa aplicación de las directrices, emanadas desde hace ya tiempo por la Sede apostólica, para la utilización del Misal Romano según la edición típica de 1962”.
También el resultado de esta disposición fue decepcionante, a causa del terco obstruccionismo de los obispos. El cardenal Ratzinger, que había siempre puesto la liturgia en el centro de sus intereses (véase: La questione liturgica. Atti delle “giornate liturgiche di Fontgombault”, 22-24 de julio de 2001, Nova Millennium, 2010), una vez elegido Papa decidió regular personalmente la cuestión y el 7 de julio de 2007 promulgó el Motu Proprio Summorum Pontificum, con el que restituía libero y pleno derecho de ciudadanía al Rito Romano antiguo. Tras casi cuarenta años, los “resistentes” de los años setenta veían por fin premiados sus esfuerzos. “El domingo pasado –escribía Madiran el 6 de septiembre de 2007– he vuelto, y no era el único, a la iglesia que se encuentra a unos pasos de mi casa, en vez de hacer veinte kilómetros de ida y veinte de vuelta. Ciertamente, lo importante no es que hayamos vuelto nosotros, sino que haya vuelto la Misa. ¡Qué gracia!” (Chroniques sous Benoît XVI, Via Romana, 2010, p. 197).

La Iglesia a la que Benedicto XVI ha devuelto la Misa tradicional es una Iglesia enferma, ocupada en sus más altos cargos por prelados progresistas, que continúan em servirse del Concilio Vaticano II como de una maza para golpear a sus enemigos. Es éste el caso de los Franciscanos de la Inmaculada, injustamente golpeados por su apego a la Misa tradicional con un decreto que representa una violación de las leyes universales de la Iglesia, en particular del Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, nunca abrogado, que concede a todo sacerdote la libertad de celebrar la Misa según la forma llamada “extraordinaria”.
La Madre María Francisca de las Hermanas Franciscanas de Città di Castello, en su ensayo sobre Los orígenes apostólico-patrísticos de la Misa Tridentina (en Il Motu proprio “Summorum Pontificum” di S.S. Benedetto XVI. Una speranza per tutta la Chiesa, vol. 3, ed. de P. Vincenzo Nuara O.P., Fede e Cultura, 2013, pp. 93-135 y también en http://unafides33.blogspot.com.es/2013/05/le-origini-apostolico-patristiche-della.html), ha documentado de modo exhaustivo cómo el Rito vigente hasta 1969 se remonta, en sus elementos esenciales, al Papa san Gregorio Magno y de éste, sin saltos, a los tiempos apostólicos, para reconectarse con la Última Cena y el sacrificio cruento de Jesucristo, del que cada Misa es representación incruenta. En el libro La Réforme liturgique en question, que en su edición francesa (Editions Sainte-Madeleine, 1992) luce una introducción del card. Ratzinger, mons Klaus Gamber, el gran liturgista alemán hacia el cual Papa Benedicto XVI ha demostrado siempre gran admiración, afirma que ningún Papa tiene el derecho de cambiar un Rito que se remonta a la Tradición Apostólica y que se ha formado en el curso de los siglos, cual es la así llamada Misa de san Pío V. A la plena et suprema potestas del Papa se le ponen claramente unos límites y Gamber llega a escribir, citando a los teólogos Suarez y Cayetano, que “un Papa se convertiría en cismático si no se quisiera mantener, como es su deber, en unión y conexión con el cuerpo entero de la Iglesia, al punto de intentar excomulgar a la Iglesia entera o de cambiar los Ritos confirmados por la Tradición Apostólica” (ivi, p. 37).


El Motu Proprio de Benedicto XVI ha aclarado que el Rito Romano tradicional de la Misa nunca ha sido (ni podía haber sido) abrogado y que la nueva Misa de Pablo VI es facultativa: como tal se la puede criticar y rechazar. Ningún sacerdote está obligado a celebrar la nueva Misa o a no celebrar libremente la Misa tradicional. Cualquier decreto u ordenanza que quisiese imponer la nueva Misa entrañaría un abuso que habría que denunciar y rechazar. Jean Madiran ha demostrado, con su ejemplo intelectual, cuán amplio y legítimo sea el espacio de la resistencia católica a las órdenes injustas. Él no fue una voz aislada. A sus exequias, celebradas según el Rito “extraordinario” por el padre abad de Barroux, Dom Louis Marie, acudieron los exponentes de las principales comunidades tradicionales, desde la Fraternidad San Pedro al Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote, del Instituto del Buen Pastor a la Fraternidad San Pío X. Jean Madiran, que se definió un “testigo de cargo contra su propio tiempo” (Entrevista del abad Guillaume de Tanoüarn, en “Certitudes”, julio-septiembre de 2002), fue antes que nada un católico militante. Hasta los últimos días de su vida, reivindicó con orgullo su ascendencia cultural y espiritual, reconociéndose en aquella escuela católica contra-revolucionaria, llamada “ultramontana”, por su fidelidad al Primado Romano, que en Francia cuenta entre sus principales representantes a Louis Veuillot, dom Guéranger, y el cardenal Pie. De esta escuela de pensamiento, no sólo francesa, él resumió los principios y trazó una amplia genealogía (L’école (informelle) contre-révolutionnaire, “Présent” 18 de febrero de 2011). Quienes critican con pedantería al mundo tradicional italiano, como han hecho, el 6 de agosto, Gianni Gennari en “Il Foglio” y Paolo Rodari en “La Repubblica”, no se dan cuenta de que este mundo tienes raíces intelectuales profundas y manifiesta su vitalidad justo en ocasiones de controversias, como la actual que afecta a los Franciscanos de la Inmaculada y la Misa tradicional. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros, consciente o inconscientemente, pertenece a un partido, a una escuela, a una familia de almas. En la vida se trata de elegir de qué parte estar. Jean Madiran estaría en el bando de todos aquellos que hoy siguen manifestando con firmeza su inquebrantable fidelidad al Rito Romano antiguo. (de  Roberto de Mattei, traducciòn de Tradición Digital)

viernes, 11 de julio de 2014

5 razones para la Forma Extraordinaria




Desde el 7 de julio de 2007, fecha en la que S.S. Benedicto XVI promulgó el Motu Proprio Summorum Pontificum sobre el uso del Misal de San Juan XXIII, han sido muchos los que han retomado y descubierto esta forma litúrgica, atraídos por su abundante riqueza. También son muchos los que todavía tiene prejuicios y miran con sospecha todo lo relacionado con la Misa gregoriana. Después de 7 años, se puede afirmar que el "nuevo movimiento liitúrgico" iniciado por el Papa Emérito va avanzando lentamente pero a buen paso... Testimonio de esto nos lo dan las noticias diarias en todo el mundo que se reflejan en los blogs católicos sensibles a esta realidad. 
 
Como resumen, podemos resumir la riqueza del Rito Antiguo en estos cinco puntos indiscutibles:
Su expresión perfecta y sin defecto de la fe de la Iglesia en los Dogmas Eucarísticos: la transus-tanciación, la Santa Misa como renovación del Sacrificio de Cristo en la Cruz de forma incruenta y la permanencia de la presencia real y sustancial de Jesús en la Eucaristía tras la Santa Misa.
La expresión también perfecta y sin defecto de toda la fe de la Iglesia, compendiada en el Credo Niceno-Constantinopolitano.

La antigüedad de esta forma litúrgica originada en la Iglesia de Roma junto a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo.
El sentido profundo de adoración que expresan las ceremonias y las palabras pronunciadas, así como su sentido de lo sacro que introduce en el Misterio Divino al Pueblo de Dios por medio del silencio y el recogimiento.

El respeto, la belleza, el buen gusto, la piedad, la riqueza y solemnidad de los ritos y ceremonias, la profunda riqueza y precisión de las fórmulas de la oración, la elevación y nobleza.

Publicado por Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina

sábado, 21 de junio de 2014

El crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”




Desde tiempos remotos, la Iglesia estableció signos sensibles que ayudaran a los fieles a elevar el alma a Dios. El Concilio de Trento, refiriéndose en particular a la Santa Misa, motivó esta costumbre recordando que “Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos [...] con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio [la Eucaristía] e introducir las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas” (DS 1746).

Uno de los signos más antiguos consiste en volverse hacia oriente para rezar. Oriente es símbolo de Cristo, el Sol de justicia. “Erik Peterson ha demostrado la estrecha conexión entre la oración hacia oriente y la cruz, conexión evidente como muy tarde en el periodo constantiniano. [...] Entre los cristianos se difundió la costumbre de indicar la dirección de la oración con una cruz sobre la pared oriental en el ábside de las basílicas, pero también en las habitaciones privadas, por ejemplo, de monjes y eremitas” (U.M. Lang, Rivolti al Signore, Siena 2006, p. 32).

“Si se nos pregunta hacia dónde miraban el sacerdote y los fieles durante la oración, la respuesta debe ser: ¡a lo alto, hacia el ábside! La comunidad orante durante la oración no miraba, de hecho, adelante al altar o a la cátedra, sino que elevaba a lo alto las manos y los ojos. Así el ábside llegó a ser el elemento más importante de la decoración de la iglesia, en el momento más íntimo y santo de la actuación litúrgica, la oración” (S. Heid, «Gebetshaltung und Ostung in frühchristlicher Zeit», Rivista di Archeologia Cristiana 82 [2006], p. 369). Cuando, por tanto, se encuentra representado en el ábside Cristo entre los apóstoles y los mártires, no se trata sólo de una representación, sino más bien de una epifanía ante la comunidad orante. La comunidad entonces “elevaba las manos y los ojos 'al cielo'”, miraba concretamente a Cristo en el mosaico absidial y hablaba con él, le rezaba. Evidentemente, Cristo estaba así directamente presente en la imagen. Dado que el ábside era el punto de convergencia de la mirada orante, el arte proporcionaba lo que el orante necesitaba: el Cielo, desde el que el Hijo de Dios se mostraba a la comunidad como desde una tribuna” (Ibíd., p. 370).

Por tanto, “rezar y orar para los cristianos de la antigüedad tardía formaba un todo. El orante quería no sólo hablar, sino esperaba también ver. Si en el ábside se mostraba de modo maravilloso una cruz celeste o a Cristo en su gloria celeste, entonces por eso mismo el orante que miraba hacia lo alto podía ver exactamente esto: que el cielo se abría para él y que Cristo se le mostraba” (Ibíd., p. 374).

El Crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”




De los anteriores apuntes históricos, se deduce que la liturgia no se comprende verdaderamente si se la imagina principalmente como un diálogo entre el sacerdote y la asamblea. No podemos aquí entrar en los detalles: nos limitamos a decir que la celebración de la Santa Misa “hacia el pueblo” es un concepto que entró a formar parte de la mentalidad cristiana sólo en la época moderna, como lo han demostrado estudios serios y lo reafirmó Benedicto XVI: “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la época moderna y es completamente extraña a la cristiandad antigua. De hecho, sacerdote y pueblo no dirigen uno al otro su oración, sino que juntos la dirigen al único Señor” (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano 2010, pp. 7-8).

A pesar de que el Vaticano II nunca tocó este aspecto, en 1964 la Instrucción Inter Oecumenici, emanada del Consilium encargado de llevar a cabo la reforma litúrgica querida por el Concilio, en el n. 91 prescribió: “Es bueno que el altar mayor se separe de la pared para poder girar fácilmente alrededor y celebrar versus populum”. Desde aquel momento, la posición del sacerdote “hacia el pueblo”, aún no siendo obligatoria, se convirtió en la forma más común de celebrar Misa. Estando así las cosas, Joseph Ratzinger propuso, también en estos casos, no perder el significado antiguo de oración “orientada” y sugirió superar las dificultades poniendo en el centro del altar el signo de Cristo crucificado (cf. Teología de la Liturgia, p. 88). Uniéndome a esta propuesta, añadí a mi vez la sugerencia de que las dimensiones del signo deben ser tales que lo hagan bien visible, so pena de poca eficacia (cf. M. Gagliardi, Introduzione al Mistero eucaristico, Roma 2007, p. 371).
    
     

La visibilidad de la cruz del altar está presupuesta por el Ordenamiento General del Misal Romano: “Igualmente, sobre el altar, o cerca de él, colóquese una cruz con la imagen de Cristo crucificado, que pueda ser vista sin obstáculos por el pueblo congregado” (n. 308). No se precisa, sin embargo, si la cruz debe estar necesariamente en el centro. Aquí intervienen por tanto motivaciones de orden teológico y pastoral, que en el estrecho espacio a nuestra disposición no podemos exponer. Nos limitamos a concluir citando de nuevo a Ratzinger: “En la oración no es necesario, es más, no es ni siquiera conveniente mirarse mutuamente; mucho menos al recibir la comunión. [...] En una aplicación exagerada y malentendida de la 'celebración de cara al pueblo', de hecho, se han quitado como norma general – incluso en la basílica de San Pedro en Roma – las Cruces del centro de los altares, para no obstaculizar la vista entre el celebrante y el pueblo. Pero la Cruz sobre el altar no es impedimento a la visión, sino más bien un punto de referencia común. Es una 'iconostasis' que permanece abierta, que no impide el recíproco ponerse en comunión, sino que hace de mediadora y que sin embargo significa para todos esa imagen que concentra y unifica nuestras miradas. Osaría incluso proponer la tesis de que la Cruz sobre el altar no es obstáculo, sino condición preliminar para la celebración versus populum. Con ello volvería a estar nuevamente clara también la distinción entre la liturgia de la Palabra y la plegaria eucarística. Mientras en la primera se trata de anuncio y por tanto de una inmediata relación recíproca, en la segunda se trata de adoración comunitaria en la que todos nosotros seguimos estando bajo la invitación: ¡Conversi ad Dominum – dirijámonos al Señor; convirtámonos al Señor!” (Teología de la Liturgia, p. 536).


OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE - www.vatican.va

sábado, 14 de junio de 2014

Iglesia y pecado




Se le preguntó a Mons. Fulton Sheen, el conocidísimo obispo de la televisión norteamericana: ¨¿Cuál nos diría usted que es el peor mal que padecemos hoy?¨. Y él contestó: ¨ Lo peor del mundo no es el pecado; es la negación del pecado por la conciencia torcida¨. Coincidía con el Papa Pío XII, quien había dicho a Norteamérica en un mensaje radial estas palabras tan conocidas y tan repetidas: ¨El mundo ha perdido la noción del pecado¨.

Nosotros podemos ver que perder la noción del pecado es cosa muy grave, pero es mucho peor el negarlo positivamente llevados por una conciencia torcida.

Hoy nos hemos ido de un extremo a otro en un asunto tan grave como es el de la culpa ante Dios. Antes, se hablaba demasiado en el sentido de que toda la vida cristiana se reducía a tener miedo al pecado y a sus castigos. Ahora, nos hemos ido al extremo contrario: no se habla nunca de ello, y muchos viven tan felices como si no hubiera Legislador que dicta normas, que pide cuentas y que sanciona los desvíos. hacen temblar las palabras del filósofo Nietzsche cuando dice: ¨ Hay que acabar con la conciencia de pecado y de castigo, que son la plaga mayor del mundo¨. Cuando ya no haya conciencia del mal, habrá remordimiento, y, con el remordimiento, estará también, como una gracia grande, la vuelta a Dios.


Pbro. Dr. Jorge A. Gandur
publicado en "Cristo Hoy", año 2010

viernes, 16 de mayo de 2014

Un curioso pedido al Papa Pablo VI




Poca gente conoce la historia del primer pedido a favor de la subsistencia del Rito Tridentino cuándo se anunció en Novus Ordo Missae. Un grupo de intelectuales ingleses, luego apoyado por europeos y americanos se dirigieron al Papa Pablo VI para rogarle que no dejara perecer el rito multisecular de la Iglesia. Lo hicieron en nombre de la cultura, a través del entonces Cardenal Primado de Inglaterra, quién accedió gustosamente a presentar el pedido. Cuando el papa Montini leyó las firmas se detuvo sobre una de ellas: “Ah, Agatha Christie”, dicen que expresó al leer su nombre. Inmediatamente autorizó el permiso. Sin embargo, el entonces Prefecto de la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Mons. Bugnini, encargado de comunicar la respuesta Pontificia, anexó a ésta una nota personal sugiriendo que dicho permiso se mantuviera en la mayor reserva.


El texto de la carta de pedido es el siguiente:


“Si algún decreto insensato llegase a ordenar la destrucción total o parcial de las basílicas o las catedrales, obviamente serían las personas beneficiadas por la cultura -cualesquiera fuesen sus creencias personales-, quienes se alzarían horrorizadas en oposición a una posibilidad tal. Ahora el hecho es que las basílicas y catedrales fueron construidas para celebrar un rito que, hasta hace unos meses, constituía una tradición viva. Nos estamos refiriendo a la Misa Romana Tradicional. Aún así, de acuerdo a las últimas informaciones provenientes de Roma, existe un plan para hacer desaparecer dicha Misa hacia fines del año en curso. Uno de los axiomas de la publicidad contemporánea, tanto religiosa como secular, es que el hombre moderno en general, y los intelectuales en particular, se han vuelto intolerantes a toda forma de tradición y están ansiosos por suprimirlas y poner alguna otra cosa en su lugar. Pero, como muchas otras afirmaciones de nuestras máquinas publicitarias, este axioma es falso, Hoy, como en los tiempos pasados, la gente culta está a la vanguardia, allí donde es necesario el reconocimiento del valor de la tradición, y son los primeros en dar la voz de alarma cuando ella es amenazada. No estamos considerando en este momento la experiencia religiosa o espiritual de millones de individuos. El rito en cuestión, en su magnífico texto latino, ha inspirado una pléyade de logros artísticos invalorables -no solo obras místicas sino la de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de todos los países y épocas. De este modo pues, el Rito pertenece a la cultura universal, tanto como a los hombres de Iglesia y a los cristianos formales. En la civilización materialista y tecnocrática de hoy con su creciente amenaza para la mente y el espíritu en su expresión creativa original -la palabra- parece especialmente inhumano privar al hombre de formas verbales que han alcanzado su más excelsa manifestación. Los firmantes de éste pedido, que es completamente ecuménico y apolítico, proceden de cada una de las ramas de la cultura europea y de otras partes. Quieren llamar la atención de la Santa Sede sobre la apabullante responsabilidad en la que incurriría en la historia del espíritu humano si se negara a permitir la subsistencia de la Misa Tradicional, incluso aunque esta subsistencia tuviera lugar junto con otras formas litúrgicas.”


Los firmantes:

Harold Acton (escritor), Vladimir Ashkenazy (pianista), John Bayler, Sir Lennox Berkeley (compositor), Maurice Bowra (académico), Agatha Christie (escritora), Kenneth Clark (escritor e historiador), Nevill Coghill (escritor), Cyril Connolly (crítico literario y escritor), Sir Colin Davis (director sinfónico), Hugh Delargy (politico irlandés Partido Laborista), Robert Exeter, Miles Fitzalan-Howard (17º Duque de Norfolk), Constantine Fitzgibbon (historiador y novelista), William Glock (crítico musical), Magdalen Gofflin, Robert Graves (poeta y novelista), Graham Greene (escritor), Ian Greenless, Joseph Grimond (politico ingles Partido Liberal), Harman Grisewood (escritor), Colin Hardie, Rupert Hart-Davis (editor), Barbara Hepworth (escultora), Auberon Herbert (filósofo y miembro del Parlamento), John Jolliffe, David Jones, Osbert Lancaster (caricaturista), F.R. Leavis (crítico literario), Cecil Day Lewis (poeta), Compton Mackenzie (escritor nacionalista escocés), George Malcolm (director sinfónico), Sir Max Mallowan (arqueólogo y marido de Agatha Christie), Alfred Marnau, Yehudi Menuhin (violinista y director sinfónico americano), Nancy Mitford (novelista), Raymond Mortimer (escritor y crítico literario), Malcolm Muggeridge (periodista), Iris Murdoch (escritor y filósofo irlandés), John Murray, Sean O’Faolain (escritor irlandés), E.J. Oliver, Lord Oxford and Asquith, William Plomer (escritor sudafricano), Kathleen Raine (poetisa), Baron William Rees-Mogg (periodista y escritor), Sir Ralph Richardson (actor), John Ripon, Charles Russell, Rivers Scott, Joan Sutherland (soprano australiana), Philip Toynbee (escritor y periodista), Martin Turnell, Bernard Wall, Sir Patrick Wall (militar y miembro del Parlamento), Edward Ingram Watkin (escritor y político pacifista), R.C. Zaehner (académico), Jorge Luis Borges (escritor argentino), Giorgio De Chirico (pintor pre-surrealista griego), Elena Croce, Wystan Hugh Auden (poeta anglo-americano), Bresson Dreyer, Augusto Del Noce, Julien Green (escritor americano), Jacques Maritain (filósofo francés), Eugenio Montale (poeta italiano), Cristina Campo, François Mauriac (Premio Nobel de Literatura), Salvatore Cuasimodo (escritor italiano), Evelyn Waugh (escritor), Maria Zambrano (ensayista y filósofa española), Elémire Zolla, Gabriel Marcel (filósofo francés), Salvador De Madariaga (diplomático e historiador español), Gianfranco Contini (crítico literario y filólogo italiano), Giacomo Devoto (lingüista italiano), Giovanni Macchia (crítico literario), Massimo Pallottino (arqueólogo italiano), Ettore Paratore (latinista italiano), Giorgio Basan (escritor italiano), Mario Luzi (senador italiano), Guido Piovene (escritor y periodista italiano), Andrés Segovia (músico español).