sábado, 5 de abril de 2014

La primer misa tridentina de un sacerdote




del Padre Stephen Shield 

 Se podría decir que soy un converso reciente a la misa tridentina. Hace sólo cinco años que fui ordenado, y tuve poco contacto con ella hasta después de mi ordenación. El obispo Brewer nos pidió que celebráramos la misa antigua en la iglesia de los Mártires Ingleses, y para decir la verdad nos sentíamos un poco reticentes porque no estábamos muy seguros de qué se trataba todo eso. 
La primera vez que celebré la Misa, o más bien una semana antes, fue una pesadilla. Todo parecía tan extraño, tan remoto de mi experiencia sobre la Misa. Las numerosas rúbricas y directivas que había que recordar parecían muy complicadas e innecesarias. ¿Se daría cuenta alguien si yo me olvidara de algo? ¿No podría yo simplificar un poco las cosas? 

Al sonar la campana y ponerse de pie la congregación la pesadilla continuó. Yo estaba bien conciente de los tremendos momentos que me esperaban. ¿Me acordaría de todo? Yo rezaba para no olvidarme que estaba diciendo Misa con mi preocupación de acordarme qué hacer y cuándo moverme, cuándo hacer la señal de la Cruz, y así por delante. 
Una vez que el birrete del sacerdote estuvo en las manos del acólito, el cáliz en el corporal y el Misal abierto, me arrodillé y así empezó. Desde ese momento las cosas se estabilizaron, la Misa comenzó, y aunque los nervios no desaparecieron ya no me dominaban. Creo que el miedo de lo anterior es a veces tan difícil de enfrentar como el miedo de lo nuevo. 
Cuando la Misa terminó (y estoy seguro que no cometí muchos errores), y la iglesia ya cerrada, me serví un gin tonic en un vaso un poco más grande que lo habitual, y vino el momento de la reflexión. Lo que se presentaba como una pesadilla finalizó como una experiencia espiritual diferente de cualquier otra cosa. Pero, ¿qué es lo que la hizo tan diferente y por qué yo me sentí tan diferente? Por encima de todo, había un poderoso sentido de la presencia de Dios. Fue un sentir la majestad del Padre, el confortamiento y el calor del Espíritu Santo, el perdón y la amable guía de Nuestro Bendito Señor en esa Misa. ¿Habrá sido por tratarse de una nueva experiencia? ¿O era algo más grande que eso? 


A propósito de esto recordé algo que una vez oí en una lectura de Teología Espiritual. El P. Jordan Aumann se refirió a la liturgia como la mayor fuente de inspiración para la vida espiritual. Volviendo a leer sus palabras me golpeó el siguiente pasaje:
“El vínculo entre la tradición y la liturgia se manifiesta en enunciados tales como ‘lex orandi est lex credendi – la ley de la oración es la ley de la Fe’. La liturgia es, entonces, una expresión de la vital continuidad y perenne unidad de la proclamación por la Iglesia de las verdades reveladas a todas las naciones a través de los siglos. En lo que respecta al Magisterio, el papa Pío XI se refirió a la liturgia como ‘El principal órgano del Magisterio de la Iglesia’” (Jordan Aumann, O.P., Spiritual Theology, Sheed & Ward, London, 1986, p. 29).

La Tradición es la transmisión el depósito de la Fe de una generación a otra bajo la enseñanza y guía de la Iglesia. Esta Tradición proclama, explica y aplica verdades reveladas al pueblo de Dios a través de los siglos. Mientras las tradiciones humanas caen frecuentemente en el error, la tradición viviente de la Iglesia es infalible con relación al contenido esencial de la Fe.

 La liturgia es la adoración pública de la Iglesia. Es la forma de piedad practicada por la Iglesia en cumplimiento de su misión de alabar y glorificar la Santa Trinidad y santificar las almas. Mediante esta adoración pública podemos expresar nuestra creencia en las verdades de nuestra Fe y mostrar a otros el misterio de Cristo y la verdadera naturaleza de su Iglesia. En otras palabras, la liturgia no es simplemente una necesidad de obligación, sino una expresión viva de lo que creemos, y de la vida que vivimos en la Santísima Trinidad. Esto es parte de la “continuidad vital” a la que se refiere el P. Aumann – la misma fe creída por todo el pueblo, en todas partes, en todos los tiempos. Ese cuerpo no debe ser dividido; de ahí la frase del P. Aumann, “unidad perenne”, la unidad de todos los creyentes manteniendo la misma Fe que ha sido preservada y transmitida de generación en generación. El Santo Padre actual (se refiere a JPII) enfatiza tradición y unidad en su Carta Apostólica Ecclesia Dei:
“Es imposible permanecer fiel a la tradición y rompiendo el lazo eclesial con aquel al cual, en la persona del Apóstol Pedro, Cristo mismo confió el ministerio de la unidad en Su Iglesia (Ecclesia Dei, párr. 4, citando Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I). 

La tradición, la liturgia y la singularidad de la Iglesia son esenciales para que comprendamos el lugar que ocupa el rito tradicional de la Misa en la Iglesia contemporánea. Ante ese evento extraordinario, mi primera Misa latina, estamos uniéndonos nosotros mismos mediante este rito tradicional en la tradición viva de la Iglesia. No es que estemos ubicándonos en una situación diferente: somos una parte viviente de esa tradición, activamente, continuamente.
Mientras tanto, los liturgistas liberales continúan mostrando una total oposición a las formas tradicionales y al sentido común. Relato aquí un pequeño hecho: un liturgista fue a ver a un amigo mío, diciéndole que necesitaba cambiar su iglesia, para “ponerla al día” y “reordenarla”. Mi amigo le contestó: “Muy bien, “¿qué debo hacer?” “Tiene que correr el altar más cerca del pueblo”. Mi amigo respondió: “si muevo el altar más cerca del pueblo no va a quedar lugar en el santuario”. A lo que el experto en liturgia contestó la respuesta que ya tenía preparada: “Muy bien, saque las seis primeras filas de bancos”. ¡Y éstos son los llamados “expertos”! 

Estos así llamados liturgistas hablan de la majestad de los ritos antiguos, de la maravilla de los bautismos tal como se celebraban en el siglo V en Siria, y así por delante; pero ante una sola mención de la Misa Tridentina y es como si se les hubiera pedido negar la existencia de Dios. Por alguna razón, ellos tienen temor de la misa antigua. Lo que ellos buscan es el cambio, y con un familiar dogmatismo liberal denuncian a todo aquel que esté en desacuerdo con sus puntos de vista. Mientras ellos condenan la Misa Tridentina y a quienes desean su celebración, perdonan sus cambios personales en las normas de la Misa (nueva) so capa de legítima experiencia litúrgica. 


Los liturgistas insisten que la liturgia debe ser inmediatamente comprensible y accesible a todo el mundo. Con este pretexto han reducido el culto de la Iglesia al más bajo común denominador. Ellos han evitado toda noción de lo sagrado, toda noción de sacrificio, reduciéndose a “¿Cómo me siento?”, o “Por dónde vas”, o “¿A dónde vamos?” Por cierto que la liturgia no se trata de eso. La liturgia existe para la glorificación de Dios y la santificación de las almas. Su objetivo no es confortarme y hacerme sentir feliz. Es a mí que me corresponde llevarme a mí mismo y ofrecerme a mí mismo con mi Salvador hacia el Padre de los cielos. Esta búsqueda del más bajo de los denominadores comunes lleva a los laicos a la convicción de que son incapaces por sí mismos de apreciar las maravillas de la liturgia tradicional. Como consecuencia de ello se han multiplicado la explicaciones, y las ceremonias han sido simplificadas hasta un punto tal que ya no significan absolutamente nada. 


Por esta razón, quedé particularmente encantado al leer el discurso del Cardenal Ratzinger a los obispos libaneses que se encontraban en Roma para un Sínodo. Hablando con ellos sobre su liturgia, basado en el documento que estaban analizando, contestó, citando ese documento:
“… muchos esperan una reforma más profunda de las oraciones, textos y libros. Ellos pidieron adaptarse mejor al lenguaje del pueblo y su mentalidad …’ Y yo me pregunto: ¿qué es la mentalidad del pueblo? ¿Estamos pensando acerca de una mentalidad superficial, creada y homogeneizada por los medios de comunicación, o estamos pensando en los simples de corazón, cuyos ojos de fe ven aquello que está escondido a los … sabios y entendidos (cf. Mt. 1, 1:25)? Siguiendo la primera línea de pensamiento, se llega rápidamente a la banalización de la liturgia. Tenemos algunos tristes ejemplos de esto en Occidente; el Oriente no debería seguir este camino equivocado” (L’Osservatore Romano, 10 de enero de 1996).


Fuertes palabras y adecuada advertencia para el Oriente; ¡recemos para sigan el buen consejo del Cardenal! Ratzinger continuó diciendo que, con gran respeto y amor, los textos los textos se pueden cambiar alguna vez , pero que es necesario que la reforma real se dé en los corazones y en una educación litúrgica renovada por la oración. Por sobre todo, agregó:
“Nuestro Señor debe preceder nuestra acción. Junto con los discípulos debemos dirigirnos al Señor diciendo: ‘¡Señor, enséñanos a orar’ … Guiados por el Señor encontraremos el camino!”

Los cambios introducidos para modernizar la Misa y hacerla más accesible y comprensible difícilmente han probado ser el éxito predicho por los expertos. La propuesta del Cardenal Ratzinger de que la única vía para alcanzar una reforma verdadera y profunda es a través de la oración es, sin duda, un paso en la buena dirección. ¡Cuán a menudo hemos oído: cambiad esto, cambiad aquello, somos una comunidad, esta será mejor para nuestra comunidad, participemos juntos! Y ahí va la cosa, con poca o ninguna alusión a Dios o a la oración. ¿Cuándo se nos pide que recemos por el bien de la Iglesia, por los obispos y los sacerdotes, por la difusión del Evangelio?
  

 Hemos oído una y otra vez argumentar que la Iglesia de los primeros tiempos tuvo tales y tales prácticas, y que en consecuencia eso debería ser lo correcto y digno de ser restaurado. Empero, la arqueología litúrgica es apenas una parte de la tradición viviente. Los reformadores litúrgicos dicen que en la época del Concilio de Trento se carecía de medios para descubrir ese maravilloso material ahora encontrado por los reformadores acerca de los bautismos del siglo quinto en Siria. Bueno, pero, ¿qué importancia tiene eso? Los liturgistas del Concilio de Trento no se reunieron para cambiar ningún rito: ellos estaban ahí para forjar una unidad a fin de enfrentar a la Reforma. Lo que ellos procuraron era que todos los católicos creyeran las mismas cosas, es decir, las mismas creencias que habían sido transmitidas de generación en generación. Ellos no pretendieron cambiar la Misa para que los hombres de todo el mundo se sintieran más confortable, más en su casa, más a sus anchas. No. Ellos estaban luchando contra un enemigo, un enemigo que estaba tratando de destruir el depósito de la fe que había sido transmitido desde los apóstoles. 

El lugar para la misa tradicional en la vida de la Iglesia Católica hoy día, según creo, es vital. Si objeto es Dios, no el hombre. No confrontación entre el sacerdote y el pueblo, y en consecuencia no hay ninguna necesidad de que el sacerdote sienta que debe mantener entretenido al cuerpo que tiene ante él. Es difícil ignorar a la gente que se está mirando directamente. Y así los sacerdotes se han sentido presionados para entretener, con sus mentes distraídos de aquella celebración para la cual se encuentran ahí. El secularismo de nuestra época ha llevado a muchos sacerdotes a creer que lo primero es el hombre. La vieja misa, en cambio, clama por lo exactamente opuesto. 

De manera que todos los temores a los que me referí al empezar –por ejemplo, la gran cantidad de rúbricas y los movimientos predeterminados– no son represivos, como pensé primero. Más bien, ellos facilitan una libertad que ha desaparecido de la misa tal como ella es ahora. Las rúbricas y la ley canónica son ambas esenciales, pues ellas son nuestra seguridad y nuestra libertad. Ellas nos dan la libertad para concentrarnos en las verdades para celebrar las cuales estallamos ahí. La ausencia de reglas no significa libertad; ella significa caos, y ahí es donde nos ha llevado el nuevo rito – a un estado de caos. La reglas litúrgicas habilitan al sacerdote y a los fieles para estar completamente libres para absorberse en el gran misterio que están celebrando. Esto es verdadera participación; esto es adoración accesible e inteligible. ¿Cómo podemos, honestamente, llamar participación al balanceo de los fieles en las naves de la iglesia y hacer olas con las manos en el aire? Un tal comportamiento puede satisfacer el ego por un momento pero nada ello habla de eternidad; todo ello confina a las almas al presente.
 

La misa antigua es intemporal, como también debería serlo la misa nueva. Todas las épocas son convocadas conjuntamente cuando el Cuerpo Místico de Cristo se reúne para celebrar la Pasión, muerte y Resurrección del Salvador, y no deberían perderse en apenas unos momentos lindando con la histeria. La Liturgia consiste en la adoración de Dios Todopoderoso y la santificación del mundo; no tiene nada que ver con ser entretenidos por un sacerdote que aparece como un comediante fuera de lugar, de segunda clase. 

Hemos tenido semanas de reuniones de expertos y exposiciones sin fin de programas misionales. Yo me levanté y declaré que el espectáculo era absurdo y extravagante. Nuestro Señor nos dio este programa: “Id y predicad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”. Ése es el programa misionero de todos nosotros como cristianos y el que como tales debemos tener. Todos participamos de esta misión de nuestro bendito Señor. La Iglesia toma esta misión seriamente, pues ella existe para la santificación de las almas. Es por esta razón que la Misa termina con el “Ite, Missa est – Deo Gratias”. Así es que opera esta tradición viviente de la Iglesia; después del “Id, vosotros sois enviados”, la más acabada respuesta que podemos dar es “Deo Gratias” – demos gracias a Dios. Con ello quedamos preparados para ir al mundo y llevar con nosotros la misión de la Iglesia de enseñar a todas las naciones. Se nos ha dado la gracia de la Misa; tomemos entonces con nosotros el mensaje del Evangelio y llevémoslo a otros para que se unan en este santo misterio. ¿Pero cómo podrá atraerse a la gente si todo lo que se les ofrece es un sacerdote portando las orejas del Ratón Mickey?


Ya he celebrado muchas veces la Misa Tridentina y cada vez estoy más convencido del inapreciable don que tenemos en la liturgia tradicional, más convencido de la libertad y de la naturaleza intemporal de esta adoración de la Trinidad. No hay ninguna necesidad para ningún sacerdote de pensar constantemente en nuevas maneras de mantener la atención de la gente, o ninguna necesidad de divertir a la audiencia con historias chistosas. ¡Tantas cosas han sido removidas de nuestras iglesias!: estatuas, vestiduras, música y hasta coros, para no decir nada de doctrina y predicación; la lista, por cierto, es muy larga para contemplar. Tenemos la obligación de preservar la belleza en todas sus formas. La Misa Tridentina es, ciertamente, uno de esos inapreciables tesoros que tenemos. No debe ser olvidada, ni desdeñados sus beneficios espirituales. Este gran don no debe jamás ser motivo de embarazamiento. Por lo contrario, estemos orgullosos del amor que tenemos por la Misa antigua; no permitamos nunca ser menospreciados o ridiculizados por aquellos que la critican sin saber nada de ella. 


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